LECTURAS | “Seis años”, del escritor de novela negra Harlan Coben

09/12/2017 - 12:03 am

“Harlan Coben. Es listo, es divertido y tiene mucho que decir”, ha dicho Michael Connelly. “Harlan Coben es el maestro de la tensión desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última”, opinó Dan Brown. Aquí un fragmento de Seis años.

Ciudad de México, 9 de diciembre (SinEmbargo).- “Me senté en el último banco y me quedé mirando cómo el amor de mi vida se casaba con otro hombre. Natalie vestía de blanco, claro, y, por si aquello fuera poco, estaba más espléndida que nunca. Su belleza siempre había tenido algo de fragilidad y de fuerza contenida, y allá arriba parecía un ser etéreo, como de otro mundo.”

Han pasado seis años desde que Jake Fisher vio como Natalie, el amor de su vida, se casaba con otro hombre. Asistió a la boda porque ella así se lo pidió y fue la última vez que la vio; le prometió que nunca más la volvería a buscar y que haría lo posible para olvidarla, y así ambos continuarían sus vidas por rumbos diferentes.

Fiel a su promesa Jake pasó seis años sin saber nada de ella, seis solitarios años como profesor de Ciencias Políticas de la Universidad, imaginándola feliz con su marido.

Hasta que un día, por azares del destino, Jake se entera que Natalie quedó viuda, noticia que despierta sus recuerdos y sentimientos más profundos hacia ella. Sin pensarlo asiste al velorio para darle el pésame y se da cuenta que todo fue una gran farsa. Intrigado por saber qué sucedió con Natalie, decide investigar y dar con su paradero, aunque eso signifique arriesgar su propia vida.

Escrita en primera persona, Seis años es una novela negra que atrapará al lector desde las primeras páginas, pues el autor permite conocer a fondo al protagonista, sus pensamientos y sentimientos. Una historia llena de intriga y aventuras, aderezadas con pinceladas de humor, la cual será llevada al cine por la productora Paramount, con el actor Hugh Jackman como protagonista.

Fragmento del libro Seis años, de Harlan Coben,  publicado con autorización de Editorial Océano/RBA

Más de 47 millones de libros vendidos. Sus libros han sido traducidos a más de 40 lenguas. Foto: Especial

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Me senté en el último banco y me quedé mirando cómo el amor de mi vida se casaba con otro hombre.

Natalie vestía de blanco, claro, y, por si aquello fuera poco, estaba más espléndida que nunca. Su belleza siempre había tenido algo de fragilidad y de fuerza contenida, y allá arriba parecía un ser etéreo, como de otro mundo.

Se mordió el labio inferior. Recordé aquellas mañanas en la cama, cuando hacíamos el amor y luego se ponía mi camisa azul y bajábamos. Nos sentábamos en nuestro rincón a desayunar y leíamos el periódico. Alguna vez sacaba su cuaderno y se ponía a hacer bosquejos. Mientras me dibujaba, se mordía el labio inferior, igual que ahora.

Dos manos se hundieron en mi pecho, me agarraron el corazón por los lados y lo partieron en dos con un chasquido.

¿Por qué habría ido allí?

¿Creéis en el amor a primera vista? Yo tampoco. Pero sí creo en una atracción no solo física a primera vista. Creo que en ocasiones —una vez, o quizá dos en toda la vida— te sientes atraído por alguien de un modo tan profundo, tan básico y tan inmediato que la atracción es casi magnética.

Así fue con Natalie. A veces no es más que eso. Pero otras veces crece, prende y se convierte en una llama inmensa, de la que no tienes dudas y que sabes que durará para siempre.

Y a veces te engañas y piensas que lo primero es lo segundo.

Yo, en mi ingenuidad, había pensado que aquello era para siempre. Yo, que nunca había creído realmente en el compromiso y que había hecho todo lo posible por huir de él, supe de inmediato —bueno, en menos de una semana— que aquella era la mujer con la que iba a despertarme cada mañana de mi vida. Aquella era la mujer —sí, ya sé que suena cursi— sin la cual no era capaz de hacer nada, que hacía que lo más mundano se convirtiera en algo emocionante.

Ya; patético, ¿no?

El sacerdote, que llevaba la cabeza perfectamente afeitada, no dejaba de hablar, pero el flujo de sangre en mis oídos me hacía imposible distinguir lo que decía. Me quedé mirando a Natalie. Quería que fuera feliz. Lo pensaba en serio, no era la típica mentira que nos decimos porque, en realidad, si la persona a quien queremos no nos quiere, preferimos que sea desgraciada. En este caso lo sentía de verdad. Si lograba convencerme de que Natalie sería más feliz sin mí, podría dejarla marchar, por doloroso que me resultara. Pero no creía que fuera a ser más feliz, pese a todo lo que me había dicho o hecho. O quizás ese sea otro mecanismo de defensa interno, otra mentira que nos contamos.

Natalie no llegó a mirarme, pero yo vi que se le tensaban las comisuras de los labios. Sabía que yo estaba allí. No le quitaba ojo al que iba a ser su marido. Por lo que había descubierto poco antes, se llamaba Todd. Odio ese nombre.

Todd. Todd. Probablemente le llamaban Toddy, o ToddMan, o Toddster.

Todd llevaba el pelo demasiado largo, y lucía esa barba de tres días que a algunos les parece tan moderna y que a otros, como a mí, les parece de puñetazo. Barrió con la mirada a los asistentes de una manera un tanto petulante, hasta que se atascó… bueno, conmigo. Se quedó allí un segundo, evaluándome, antes de decidir que no valía la pena perder más tiempo.

¿Por qué había vuelto Natalie con él?

La dama de honor era Julie, la hermana de Natalie. Estaba de pie en la tarima, con un ramo cogido entre las manos y una sonrisa inerte y robótica en los labios. No nos conocíamos personalmente, pero había visto fotos suyas y les había oído hablar por teléfono. Julie también parecía anonadada ante aquel acontecimiento. Intenté cruzar la mirada con ella, pero estaba muy concentrada y procuraba poner la clásica mirada perdida en el infinito.

Volví a fijar la vista en el rostro de Natalie, y fue como si una serie de ráfagas de explosivos detonaran en el interior de mi pecho. Bum, bum, bum. Desde luego, aquello había sido mala idea. Cuando el padrino sacó los anillos, se me empezaron a cerrar los pulmones. Me costaba respirar.

No podía más.

Supongo que había ido para verlo por mí mismo. La experiencia me había enseñado que lo necesitaba. Mi padre había muerto de un infarto cinco meses antes. Nunca había tenido problemas de corazón, y gozaba de buena salud. Recuerdo cuando esperaba en aquella sala, cuando el médico me hizo pasar a su consulta y me dio la terrible noticia, y  cuando me preguntaron, tanto en el hospital como en el tanatorio, si quería ver el cadáver. Dije que no. Supongo que no quería recordarle tendido en una camilla o en un ataúd. Prefería recordarle tal como era.

Pero, con el paso del tiempo, empezó a costarme aceptar su muerte. Siempre estaba lleno de vida. Dos días antes de su muerte, habíamos ido a ver jugar a los New York Rangers —papá estaba abonado— y había habido prórroga, habíamos gritado, jaleado… Bueno, ¿cómo podía ser que estuviera muerto? Una parte de mí había empezado a preguntarse si no habrían cometido un error, o si todo aquello no sería un gran montaje y mi padre aún seguía vivo de algún modo. Sé que no tiene sentido, pero la desesperación puede acabar jugando contigo. Y, si le dejas sitio a la desesperación, esta siempre encuentra respuestas alternativas.

Otra parte de mí estaba obsesionada con el hecho de que nunca había visto el cuerpo de mi padre. En esta ocasión no quería repetir el mismo error. Pero —siguiendo con esta triste metáfora— ahora ya había visto el cadáver. No había motivo para tomarle el pulso o hurgarlo con el dedo más de lo necesario.

Intenté desaparecer de allí de la manera más discreta posible. Eso no es fácil cuando mides 1,96 y tienes la constitución “de un leñador”, como solía decir Natalie. Tengo las manos grandes. A Natalie le encantaban. Las cogía con las suyas y me reseguía las palmas. Decía que eran manos de verdad, manos de hombre. También las había dibujado porque, según decía, mis manos contaban mi historia: mi educación en un barrio humilde, mis ímprobos esfuerzos para estudiar en la Universidad de Lanford hasta encontrar trabajo de gorila en una discoteca local y, de algún modo, también el hecho de que ahora fuera el profesor más joven de su departamento de Ciencias Políticas.

Salí de la pequeña capilla blanca casi a trompicones y aspiré el aire cálido del verano. Verano. ¿Habría sido eso nada más? ¿Una historia de verano? No éramos dos chavales calientes que buscaban marcha en un campamento; éramos dos adultos buscando soledad para nuestras actividades —ella para su arte, y yo para escribir mis disertaciones sobre ciencias políticas— que se habían conocido y se habían enamorado perdidamente, y ahora, que se acercaba septiembre, bueno… Todo lo bueno se acaba. Toda nuestra relación tenía ese aire irreal, ambos apartados de nuestras vidas habituales y de todas las cosas mundanas que la componían. Quizás eso fuera lo que la hacía tan estupenda. Quizás el hecho de que viviéramos en aquella burbuja alejada de la realidad hacía mejor aún nuestra relación, más intensa. O a lo mejor todo eran tonterías mías.

Al otro lado de la puerta oí vítores y aplausos. Aquello me despertó de mi estupor. El servicio había acabado. Todd y Natalie eran ya el Señor Barba de Tres Días y Señora. No tardarían en recorrer el pasillo y salir. Me preguntaba si les tirarían arroz. Seguro que a Todd no le gustaría. Le estropearía el peinado y se le pegaría a la barba.

No, no necesitaba ver más.

Me dirigí hacia la parte trasera de la capilla y desaparecí justo en el momento en que las puertas de la capilla se abrían. Miré hacia el espacio que había delante. Nada, solo…, bueno, espacio. Había árboles a lo lejos. Los bungalows estaban al otro lado de la colina. La capilla formaba parte del lugar de retiro para artistas donde se alojaba Natalie. Yo vivía en otro para escritores, más allá. Ambos establecimientos eran antiguas granjas de Vermont que aún cultivaban algunos productos ecológicos.

—Hola, Jake.

Me giré hacia la voz familiar. Allí, a apenas diez metros, estaba Natalie. La vista se me fue a su dedo anular izquierdo. Como si me leyera el pensamiento, levantó la mano y me enseñó su nueva alianza.

—Felicidades. Me alegro mucho por ti.

Pasó por alto mi comentario.

—No me puedo creer que hayas venido.

—Es que he oído que habría unos aperitivos espléndidos —respondí, abriendo los brazos—. Ya sabes que no me pierdo una ocasión así.

—Muy gracioso.

Me encogí de hombros, mientras mi corazón se convertía en polvo arrastrado por el viento.

—Todo el mundo me aseguró que no vendrías —dijo Natalie—. Pero yo sabía que lo harías.

—Te sigo queriendo.

—Lo sé.

—Y tú me sigues queriendo.

—Yo no, Jake. ¿Lo ves? —respondió, y me puso el anillo delante de las narices.

—¿Cariño? —Todd y su vello facial aparecieron por la esquina. Me miró y frunció el ceño—. ¿Y este quién es? —preguntó, aunque estaba claro que lo sabía.

—Jake Fisher —me presenté—. Enhorabuena.

—¿Dónde nos hemos visto antes?

Aquella se la dejé a Natalie. Ella le puso una mano sobre el hombro y respondió: —Jake ha hecho mucho de modelo para nosotros. Probablemente te suena de alguna de nuestras piezas. Él seguía frunciendo el ceño. No me moví. No me eché atrás. No aparté la mirada.

—Vale —respondió, a regañadientes—. Pero no tardes. Me echó una última mirada malcarada y regresó hacia la capilla. Natalie se giró de nuevo hacia mí. Señalé al lugar por donde había desaparecido Todd.

—Parece divertido —observé.

—¿Por qué has venido?

—Necesitaba decirte que te quiero —dije—. Necesitaba decirte que siempre te querré.

—Ya se acabó, Jake. Pasarás página. Te repondrás.

No dije nada.

—¿Jake?

—¿Qué?

Ladeó la cabeza ligeramente. Sabía el efecto que tenía ese gesto sobre mí.

—Prométeme que nos dejarás en paz.

No reaccioné.

—Prométeme que no nos seguirás, ni llamarás, ni nos mandarás correos electrónicos. El dolor del pecho fue en aumento. Se convirtió en algo intenso y afilado.

—Prométemelo, Jake. Prométeme que nos dejarás en paz —repitió, mirándome fijamente a los ojos.

—De acuerdo —accedí—. Lo prometo.

Sin decir más, Natalie se alejó y regresó a la puerta de la capilla, junto al hombre con quien se acababa de casar. Yo me quedé allí un momento, intentando recuperar el aliento. Intenté enfadarme, quitarle hierro al asunto, no darle importancia y decirle que ella se lo perdía. Lo intenté todo, e incluso asumirlo con madurez, pero sabía que todo aquello no era más que un artificio para no afrontar el hecho de que me pasaría la vida desconsolado.

Me quedé allí, detrás de la capilla, hasta que di por hecho que todo el mundo se había ido. Entonces volví a la parte delantera. El sacerdote de la cabeza afeitada estaba de pie sobre los escalones. También Julie, la hermana de Natalie, que me puso una mano sobre el brazo.

—¿Estás bien? —Estupendo —le respondí. El sacerdote me sonrió.

—Un día precioso para una boda, ¿no cree?

—Supongo que sí —dije yo, parpadeando para protegerme del sol, y luego me fui. Cumpliría lo que me había pedido Natalie. La dejaría sola. Pensaría en ella cada día, pero nunca la llamaría, ni me acercaría, ni la buscaría en internet. Mantendría mi promesa. Seis años.

“Harlan Coben. Es listo, es divertido y tiene mucho que decir”, ha dicho Michael Connolly. Foto: Especial

Harlan Coben es el único escritor ganador de los cuatro premios de misterio y novela criminal más importantes del mundo: el Edgar Award, el Shamus Award, el Anthony Award y el Premio RBA de Novela Negra en 2009. Sus libros se han traducido a cuarenta idiomas, con cuarenta y siete millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. Ha alcanzado la fama internacional con la serie protagonizada por Myron Bolitar, publicada íntegramente por RBA.

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